Traspasar la puerta de una escuela nocturna es penetrar en un mundo de nuevas oportunidades de vida para aquellos que tuvieron algún traspié y buscan trascender sus dificultades para seguir adelante.
Cuando todo el mundo no ve la hora de llegar a casa y tirar la ropa al canasto, calzarse algo cómodo y descansar, otros, en cambio, tienen que reponer sus pilas, respirar hondo, y sacar voluntad de donde ya casi no queda para ir a la escuela. La idea se replica en todas las voces consultadas: esfuerzo. Para prestar atención a la profe cuando el reloj marca más allá de las 22, después de laburar, de estar con los hijos, y poder aprender, hay que esforzarse. “Además de tener que ser mamá, y todo lo que conlleva esa responsabilidad, los tiempos ya no son propios. En otros años no tenía a nadie que me lo cuide en las horas que yo tenía que venir a la escuela. Ahora que mi mamá me puede ayudar, aprovecho y vengo”, asegura Nadia Ferreira, de 27 años, que vive en barrio Ciudadela y estudia en la Escuela de Enseñanza Media Para Adultos “Francisco Candioti” Nº 1028, que funciona en el edificio de la escuela “Juan Bustos”.
Chicos y grandes
Así como hay chicos que abandonan la escuela también hay otros que vuelven y se desafían a terminar los estudios. No importa la edad. A la escuela nocturna llegan pibes de 13 años y padres de familia de 30 y pico. Las historias son tan diversas como cada alumno. En la Simón de Iriondo, por ejemplo, cursan una madre y su hija. Muchos trabajan y no tienen otro momento del día para ir a la escuela. Otros la abandonaron en la adolescencia y volvieron después de ser padres y ordenar sus tiempos, para cerrar un ciclo o para estar mejor preparados para buscar trabajo.
En la ciudad funcionan varias escuelas nocturnas. Algunas tienen un régimen de cinco años igual que el resto. Otras son Escuelas de Enseñanza Media Para Adultos (EEMPA) y cuentan con la modalidad que permite a los alumnos cursar dos años en uno, para poder finalizar los estudios en menos tiempo. A pesar de que no existen cifras oficiales, el índice de deserción es elevado. En la Simón de Iriondo asciende a “un 35 por ciento”, aseguran sus autoridades; “sobre todo durante los primeros tres años”. Lo mismo sostienen las autoridades de la escuela Candioti N° 1028, donde la cifra trepa al “40 por ciento”, en tanto que en el EEMPA de la Moreno, dicen que la deserción se produce “mayormente en épocas de evaluaciones”.
“Cuando empezamos en el año éramos 32 y abandonó un 30 por ciento. Ahora somos 20, más o menos. Lo que pasa es que hay algunos que dejan unos días por distintas razones y después vuelven”, cuenta Rosana Villaroel, que tiene 29 años y es oriunda de Moises Ville.
“El alumno ingresa y ve largo el tramo para llegar a obtener el título, o muchas veces consigue empleo, o forma pareja o tiene dificultades económicas”, aseguran las autoridades de la Candioti. Otro perfil que muestran las nocturnas es la “sobreedad”. Muchos alumnos repiten y se pasan a estas escuelas.
Abandonos
“Dejé en la mitad de 4º año porque empecé a trabajar en una ferretería, porque mis viejos se separaron y bueno ya tenía que trabajar”, comenta Pablo Mirón, de 29 años; un alumno de la escuela nocturna Candioti (edificio de la Bustos), que vive en barrio Roma.
“Dejé la secundaria en lo que antes era primero polimodal en el año 2006 (iba a la escuela José Hernández). En el 2005 andaba medio desganado, no estudiaba nada, me llevé todas las materias y terminé repitiendo. En 2006 empecé de vuelta, fui un mes al colegio y dejé. Estuve dos meses sin hacer nada y conseguí laburo gracias a mi papá que trabaja en una heladería”, cuenta Manuel Cantero, de 19 años; quien no dejó de trabajar en la heladería pero retomó sus estudios en el EEMPA 1.300, de avenida Freyre y Tucumán, a unas cuadras de su barrio, San Lorenzo, donde vive junto a sus viejos y a sus seis hermanos.
Otra madre, Mónica Romero, de 36 años, que cursa 3° año en la nocturna Simón de Iriondo (ex Nacional) y vive en barrio Altos de Gorriti, aporta su historia: “Las cosas no andaba bien en mi casa. Me empezó a costar concentrarme, estudiar. Le empecé a quitar tiempo al estudio y me llevaba materias. Y aflojé. Me puse a trabajar en casa de familia, cuidé chicos, siempre trabajos en negro. Eso me ayudó para crecer y darme cuenta que necesito un mejor trabajo. Teniendo voluntad y sacrificando muchas cosas se puede”. Hoy Mónica atiende a su hijo, lo lleva a la escuela, va a trabajar a la Municipalidad, vuelve, le da de comer, lo ayuda con las tareas, y por la noche va a la escuela. Cuando regresa muchas noches lo encuentra durmiendo. “Es duro, pero lo hago por él”, asegura esta mamá que cuando termine la escuela quiere continuar sus estudios en la carrera de Locución.
Una historia con final feliz
En los pasillos de la Simón de Iriondo también nos encontramos con otro de los estudiantes que aportó su historia. Javier Agüero es carnicero, tiene 19 años, vive en barrio Yapeyú, y cursa el último año del secundario. La vida le puso muchas pruebas en el camino. Nació en el mundo de la prostitución, se crió en el negocio de la droga y los fiolos, hasta que hace dos años tuvo un “tronconazo”, como él lo nombra, cuando perdió a su hijo recién nacido. Desde ese mismo día Javier decidió cambiar el rumbo de su vida. Se acercó a Dios en una Iglesia (Visión de Futuro) y comenzó la transformación interior.
“Yo era uno de los que se drogaba, nos juntábamos para hacer quilombo en la escuela. Y después que empecé a asistir a la Iglesia vi algo diferente. Es como que Dios marcó mi vida y me dijo: ’si vos podés dar más, para qué vas a derrochar tu vida’. Entonces empecé a mejorar”, cuenta Javier.
Javier, ¿cómo es el mundo de la escuela nocturna?
Hay todo tipo de gente, todo tipo de problemas. Hay chicos que están bien económicamente pero vienen acá porque no quieren hacer nada en todo el día, chicos que vienen porque trabajan todo el día, otros que llegan porque tuvieron problemas en otras escuelas, o porque los echaron. Ahora, el desafío es que ese chico no vea sólo la posibilidad que tiene de venir a una nocturna, y después haga lo que quiera. Es desafiarlos a ellos mismos a que se superen. En estos tiempos hablan todos de criris. Los chicos de acá lo reflejan, aunque sean jóvenes. Hay que demostrarles que esa crisis es la que los va a impulsar a superarse a ellos mismos. ¿Por qué? Porque tienen ideas, creatividad, tienen muchos desafíos; y tienen que encontrarlos adentro suyo para sacarlos.
Yo te cuento cómo era mi vida antes -agrega-, imaginate cómo era mi vida en la escuela. Cuando tuve el “tronconazo” yo volví a la escuela con otra mente. Puse mi fuerza en otras cosas. Entonces las profesoras se dieron cuenta. Empezaron a ver mi esfuerzo. No sólo me puse las pilas, sino que empecé a participar de concursos. Uno de la AFIP, otro de filosofía, y buscaba a las profesoras y les pedía material. Me preguntaban ¿por qué? Yo había perdido mucho tiempo y tenía que recuperarlo. Quería superarme, salir adelante. Entonces iba y les decía a los chicos: “Se puede. Se puede. Se puede”.
¿Qué desafíos tenés para el futuro?
Recibirme y después recibirme en la universidad, en Ciencias Económicas. Si puedo, conseguir un trabajo mejor, y lo otro es superarme en la Iglesia. Por ejemplo, pretendo que los chicos a los que les enseño la palabra luego lo pueden hacer con otros. Y en la escuela, levantar a alguien, para que siga yendo para adelante. Porque esto no se puede terminar. Hay que seguir.
¿Dentro de tu proyecto de vida está formar una familia?
Por supuesto. Después de recibirme quiero tener mi familia, mi hogar, estar bien económicamente, por eso quiero hacer bien mi carrera, y después tener hijos.
Después de recoger estas historias de vida de los alumnos de las escuelas nocturnas de la ciudad queda en el aire la sensación de que, como dijo Javier, “se puede”. Es cuestión de plantearse el desafío, ponerse la meta, y meterle para adelante. Vale la pena.
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